Detalle de la intempestiva visita del mejillón volador que le estampa besos robados a este personaje y huye y retorna y huye, en cualquier esquina de los laberintos de la memoria de la ciudad.
Un blog de dibujos espontáneos que voy haciendo en mi libreta en medio de notas y mapas mentales, al vaivén de los oficios de comunicador, los recuerdos y las emociones; acompañados de breves textos sobre su sentido y las peripecias de su surgimiento.
lunes, 17 de febrero de 2014
martes, 11 de febrero de 2014
El niño del globo azul juega a patear la piedrita con su amigo el árbol de rodachinas y corazones fucsia mientras pasean por los alrededores del pueblo del templo del sol.
Entraron a escena a mi libreta durante una reunión sobre "Saberes y prácticas en educación inicial" con maestras y otras gentes interesadas en el tema.
sábado, 1 de febrero de 2014
El auto de espantosos espejos rojos salta en los baches de la calle de los recuerdos.
No es, pero sí es el Zastava, el primer carro de mi familia, con sus espantosos espejos rojos. Salió del micropunta como el croquis genérico de un auto de tres volúmenes y al vaivén de los plumones fue adquiriendo su peculiar colorido, sin relación alguna con el amarillo desvaído que tuvo hasta su achacosa vejez el Zastava. Pero mientras rayaba hablando con mi hermana Ofelia, envueltos en el aroma del café negro, el matacho evocó en ella el recuerdo de los espantosos espejos rojos que tuvo el Zastava, instalados inexplicablemente en los guardafangos delanteros (de modo que para ajustarlos había que bajarse y hacerlo al tanteo o pedirle ayuda a alguien), regalo de la tía Alcira a mi padre, quien se negó a desmontarlos durante años a pesar de su evidente despropósito, para no ofenderla. Casi cuarenta años después, a mi hermana y a mí nos volvieron a las mejillas los colores de la vergüenza de utilizar ese carro convertido en un hazmerreír. Entonces dibujé los espejos rojos y quedó este matacho como esas cosas y personajes de los sueños que no son pero sí.
No es, pero sí es el Zastava, el primer carro de mi familia, con sus espantosos espejos rojos. Salió del micropunta como el croquis genérico de un auto de tres volúmenes y al vaivén de los plumones fue adquiriendo su peculiar colorido, sin relación alguna con el amarillo desvaído que tuvo hasta su achacosa vejez el Zastava. Pero mientras rayaba hablando con mi hermana Ofelia, envueltos en el aroma del café negro, el matacho evocó en ella el recuerdo de los espantosos espejos rojos que tuvo el Zastava, instalados inexplicablemente en los guardafangos delanteros (de modo que para ajustarlos había que bajarse y hacerlo al tanteo o pedirle ayuda a alguien), regalo de la tía Alcira a mi padre, quien se negó a desmontarlos durante años a pesar de su evidente despropósito, para no ofenderla. Casi cuarenta años después, a mi hermana y a mí nos volvieron a las mejillas los colores de la vergüenza de utilizar ese carro convertido en un hazmerreír. Entonces dibujé los espejos rojos y quedó este matacho como esas cosas y personajes de los sueños que no son pero sí.
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